El final del patriarcado. Ha ocurrido y no por casualidad – Sottosopra rosso (enero 1996)

El patriarcado ha terminado
El patriarcado ha terminado, ya no tiene crédito femenino y ha terminado. Ha durado tanto como su capacidad de significar algo para la mente femenina. Ahora que la ha perdido, nos damos cuenta de que, sin ella, no puede durar. No se trataba, por parte femenina, de estar de acuerdo. Se han decidido demasiadas cosas sin o en contra de ella, leyes, dogmas, regímenes de propiedad, costumbres, jerarquías, ritos, programas de estudio… Era, más bien, un hacer de necesidad virtud. Pero que ahora ya no se hace, ahora es otra época y otra historia; tanto, que lo que se decidió sin y en contra de ella, se ha vuelto caduco, como si la hubiera obedecido siempre a ella. ¡Qué raro! Pero, ¿vale, quizá, para las relaciones de dominio, lo mismo que para el amor, que hace falta ser dos? Ahora a ella ya no le va, ya no es la misma: ha cambiado, como se suele decir. Pero no dice lo suficiente. Porque no se trata de un cambio cualquiera.
Hay hoy día un estar en el mundo -de mujeres, pero no exclusivamente- que muestra y señala, sin grandes frases ni argumentos, que el patriarcado ha llegado a su fin; es un estar en el mundo con disponibilidad para la modificación de sí, en una relación de intercambio que no deja nada fuera del juego. Le podríamos llamar ligereza. O libertad femenina, porque, comparadas con ella, las ventajas del dominio patriarcal desaparecen, a los ojos de ella y a los de él. Esas ventajas existen; por ejemplo, la identidad: el dominio le ofrece identidad a quien lo ejerce, pero también a quien lo sufre, y mucha servidumbre se perpetúa precisamente por la necesidad de identidad. El patriarcado que ya no pone orden en la mente femenina, caduca principalmente en tanto que dominio dador de identidad. Ella ha dejado de pertenecerle; lo demás vendrá después, viene ya, a un ritmo que trastorna y del que muchos, que tal vez se creen más inteligentes, ni siquiera se enteran.
Se podría objetar: si lo que decís es cierto ¿cómo es que no le resulta evidente a todo el mundo? Algo tan grande, si es cierto, debería ser evidente. Lo es, en realidad, pero para ser visto requiere el compromiso de una toma de conciencia. Lo es cada día más. Hasta hace un año, se podía aún creer que se trataba de un cambio cultural y limitado al mundo industralizado rico. Con la Conferencia de El Cairo (1994) y con el Foro de Huairou y la simultánea Conferencia de Pequín (1995), ha quedado claro que el final del patriarcado está implicando a todos los países del mundo, un mundo atravesado, casi de golpe y simultáneamente, por cambios enormes, entre los cuales está también el final del patriarcado. Quiere decir que ha terminado, o empieza a terminar, el control por el otro sexo del cuerpo femenino fecundo y de sus frutos. A este resultado han contribuido el desarrollo económico, que ha desatado muchos vínculos de dependencia familiar, y la medicina, con la disminución de la mortalidad infantil y los métodos anticonceptivos, por más que sean bastos y criticables. Pero, por sí solo, el progreso económico y científico no habría significado libertad si no hubiera ido acompañado por la toma de conciencia femenina y, más importante aún, si no hubiera sido precedido y casi anticipado por el amor femenino de la libertad. Cuando los expertos y responsables en problemas demográficos se decidieron a preguntarles a las mujeres ¿qué es lo que descubrieron? Que hay una demanda femenina difusa (y desatendida) de cultura y de ayudas para poder habitar libremente su cuerpo fecundo. Se ha gastado mucho dinero en campañas demográficas a veces poco respetuosas con la dignidad humana (como pagar a quien se dejaba esterilizar), dinero que hubiera estado mejor empleado atendiendo la demanda femenina de autonomía fisiológica.
Refiriéndose al Foro de Huairou, que reunió a las organizaciones femeninas no gubernamentales, se ha hablado de un “nuevo feminismo”. La expresión es acertada para la vasta red de relaciones internacionales e intercontinentales que, en realidad, existía desde los comienzos del feminismo, pero que en Huairou (y antes, en El Cairo) ha mostrado más capacidad de superar las contraposiciones y abismos de una historia predominantemente masculina, como los que hay entre países ex-colonizadores y países ex-colonizados. Sería, en cambio, erróneo hablar de un nuevo feminismo para referirse a la voluntad de reforzar la presencia de mujeres en el gobierno del mundo no en nombre de la igualdad con el hombre sino en nombre de la diferencia femenina. La actitud feminista no se ha dirigido nunca solamente (ni principalmente, por lo que a Italia se refiere) al enfrentamiento con la condición masculina, sino al sentido libre de la diferencia femenina, que ha sido conquistado, paso a paso, no con el instrumento legislativo sino con la práctica de la relación entre mujeres.
Quien desee más información, lea los escritos de la italiana Carla Lonzi (1931-1982) y Tres guineas (1938) de Virginia Woolf. Hay que decir que el compromiso de dar sentido original y libre a la diferencia de ser mujeres es anterior a los progresos de la ciencia, anterior al feminismo y a la revolución burguesa. Y del mismo modo que no hay discontinuidad entre Huairou-Pequín y los escritos de Carla Lonzi o El segundo sexo (1949) de Simone de Beauvoir o Susan B. Anthony (1820-1906), a la que Gertrude Stein denominó “la madre de todos y todas nosotras” (The Mother of Us All), hay continuidad también con las preciosas del XVII-XVIII, con las beguinas del sigo XIII, o con Hipatía de Alejandría, la filósofa mártir de la convivencia entre cristianismo y helenismo, masacrada por cristianos fanáticos el año 415 d.C.

Las mujeres de hoy son herederas de un antiguo amor femenino de la libertad, que aquí evocamos siguiendo el hilo rojo de una historia solamente occidental porque la conocemos mejor, al ser la nuestra. Pero la autonomía de que han dado prueba mujeres de otras culturas en El Cairo y Pequín -de las que recordamos al menos una, la tanzaniana Gertrude Mongella, presidenta de la Conferencia de Pequín- muestra que la toma de conciencia femenina tiene genealogías antiguas y herencias preciosas también en el vasto mundo fuera de Occidente.
Tanto de Pequín como de Huairou nos han llegado, a través de los medios de comunicación, los lenguajes de la denuncia, de la reivindicación y de la queja, típicos de quien adopta las varias identidades que ofrece el dominio: la de víctima, de defensora de las víctimas, de reivindicadora de derechos universales. Pero en medio de esta casi Babel (que vuelve a salir en los documentos de conclusión) y apenas disturbada por ella, se ha oído la voz de un acontecimiento extraordinario, de esos que marcan la historia humana. Una voz que habla una lengua común, una lengua universal, poco o más bien nada deudora del presunto universalismo de los derechos (en realidad, un invento de Occidente) y mucho, en cambio, de la primacía dada en la práctica a la relación entre mujeres.
Es un cambio cuya profundidad necesitará tiempo para medirse y que quizá nos dé miedo. “La mujer no tiene de qué reírse cuando se hunde el orden simbólico”, escribió en 1974 la filósofa Julia Kristeva, sabiendo que las caídas -pensamos en el muro de Berlín- con frecuencia provocan más problemas de los que resuelven. Nosotras tenemos ganas de reír en cualquier caso, pero nos preguntamos: ¿Y ahora? ¿Qué nos sucederá al mundo y a nosotras ahora que las vidas femeninas y las relaciones con los hombres ya no están reguladas, o lo estarán cada vez menos, por el simbólico patriarcal?
Para empezar a saberlo, miremos nuestro presente y nuestro tipo de sociedad. En el arco de los últimos veinte o treinta años, las existencias femeninas han dejado de ser un destino, o sea de estar prescritas por la fisiología en respuesta a exigencias ajenas, y se han convertido en empresas en manos de las interesadas. Hoy, en nuestro tipo de sociedad, de una mujer se espera que decida sobre sus estudios, su trabajo, sus amores, su fertilidad y sus obligaciones sociales. La respuesta femenina a esta “expectativa” se ha explorado poco todavía en su complejidad [aunque podemos citar un libro, Composing a Life (1989) de la estadounidense Mary Catherine Bateson] y en su extraordinaria novedad histórica. No obstante, esta respuesta la vemos despuntar en algunos datos estadísticos referidos al trabajo y a la natalidad, datos impresionantes por lo que se refiere a Italia. (Italia, a nivel no decimos mundial sino europeo, es un país menor y, sin embargo, ha sido y sigue siendo un país políticamente singular, casi un laboratorio, como se confirma también aquí). Según datos ampliamente difundidos, resulta que las mujeres italianas son, en conjunto, las menos prolíficas y las más laboriosas del mundo entero. Los dos datos no se pueden separar y habría que relacionarlos con otros, como el de la elevada escolarización femenina o el de la prolongación de la vida. Porque ¿a cuántos niños hemos renunciado a traer al mundo para salvaguardar nuestra autonomía sin pesar demasiado sobre las fuerzas de nuestras madres o suegras? ¿O para tener nosotras las fuerzas que exige la atención a personas ancianas o inválidas? Los datos en cuestión no se deben desligar tampoco de la consideración de una diferencia femenina, que es que en el mercado de trabajo una mujer no se entrega toda a la medida del dinero, del poder o del éxito, con la competitividad correspondiente, sino que la mide con las gratificaciones que ofrece la calidad del trabajo, la amistad con las colegas, el amor, los hijos…
Cuando, en verano de 1995, la ONU difundió los resultados de la investigación mundial sobre el trabajo, descubriendo que, de una población femenina más laboriosa en términos absolutos que la masculina, las italianas son las mujeres que más trabajan, dentro y fuera de casa, se confirmó de la manera más estrepitosa algo que se podía observar también a simple vista, algo que es el signo marcadamente femenino que va tomando nuestra sociedad; femenino, no materno, aunque, ciertamente, muchas mujeres sean también madres y todas tengan una madre.
También nos ha llamado la atención otro hecho: la pobreza de los comentarios. La prensa de izquierda ha hablado de sobreexplotación y de falta de servicios sociales, siguiendo un esquema que tiene al menos cuarenta años de edad y que oculta la realidad de los logros femeninos que han sido hechos posibles por estrategias concretas, encaminadas a disponer de presencia en la vida pública, autonomía personal y, en general, calidad de vida. Hay que decir que, desde este punto de vista, la cultura política de izquierda se ha quedado atrás, como se suele decir. No consigue registrar la “revolución femenina” que está cambiando la sociedad en sus modos más elementales de ser. En agosto de este año (1995) salió en el diario L’Unità la carta de una mujer joven que decía, resumiendo: ¿qué hace conmigo, con mi toma de conciencia feminista, un hombre, mi compañero, cerrado como está a la riqueza que yo puedo poner en juego? A lo que respondió el titular de la sección, un psicólogo: primero, vuestra constitución fisiológica os predispone, más que a los hombres, a la introspección; segundo, no debéis esperar que un hombre, por ser de izquierda, vaya a ser mejor que el común de sus semejantes. Seguro que no ante una respuesta como esta, tan sorda a la disyunción creciente entre mujeres y hombres, tan cerrada al sentido de la diferencia femenina y a su más. Que no es fisiológico, como muestra que piensa el psicólogo, sino histórico y político, aunque, ciertamente, la cultura feminista no separa la historia o la política de la fisiología. Y también esta no-separación, conseguida practicando una política no separada de la vida, constituye un más femenino que espera jugadores a su altura. Tal vez ha faltado, en la izquierda, la mediación de mujeres con autoridad. Lo confirmaría el hecho de que, entre todos los partidos, solo haya abierto negociaciones con los fautores de la represión penal del aborto el secretario del mayor partido de izquierda. No habría sucedido en los tiempos de una Adriana Seroni, de una Nives Gessi, de una Nilde Iotti, de una Teresa Noce. Pero quizá sea un error convertirlo en una cuestión de personas: tal vez se trate del significado mismo de izquierda-derecha en el sentido de que, al reducirse la diferencia comunista, izquierda-derecha tiende a convertirse en una diferencia funcional a la democracia representativa. Es cierto, en cualquier caso, que la oposición derecha-izquierda está perdiendo sentido en lo que se refiere a la política de las mujeres y, por tanto, a la larga, a la política, porque cada vez más la política es la política de las mujeres.

El simbólico que se ríe
Cuando escribimos “final del patriarcado” o “la política es la política de las mujeres” lo hacemos con la seguridad de haber encontrado dos nombres acertados para la realidad que cambia. Pero también somos conscientes de que estos nombres, de por sí claros (¿demasiado?), le suenan raros a la mayoría, incluidas las mujeres. Tiene que ver con un defecto de escucha y de comprensión por parte de las personas (antes se las llamaba intelectuales) que mejor tendrían que leer la realidad que cambia. El resultado es un cierto desorden simbólico (también podríamos llamarle obtusidad) del que es ejemplo la respuesta del psicólogo al problema que lúcidamente le planteaba la joven mujer. El defecto de escucha y de comprensión va unido a la dificultad presente de leer una realidad que está cambiando, entera y rápidamente: muchos han creído que bastaba con deshacerse de las ideologías para volver a ser inteligentes, pero está ya claro que no.
No se trata solo de inteligencia. A los datos de la ONU sobre el supertrabajo de las italianas, algunos han respondido: pues avanzad y tomad poder. Esta respuesta, más sensata que los discursos sobre la sobreexplotación, muestra a su vez una notable incomprensión del cambio en curso. Se pretende reconducir al “más poder” el significado de la presencia femenina más fuerte en la vida social; se da por supuesto que la voluntad de poder es universal y significativa para todos. Lo cual no es verdad para muchas mujeres y tampoco para un cierto número de hombres, pero la circunstancia les parece inconsecuente a los sostenedores de ese unilateral punto de vista: para ellos, el lenguaje del poder debería volverse obligatorio, como saber hablar inglés. No hacen de ello una cuestión de excelencia sino de “comodidad”, de “lo práctico”, de entenderse, al fin. Es una violencia insidiosa porque es cotidiana y destruye, en su raíz, la diferencia, que es la posibilidad de significar y significarse.
La capacidad de destrucción del lenguaje del poder, con su pretensión de universalidad, convencional pero obligatoria, se ejerce plenamente en los lugares donde ese es, efectivamente, el lenguaje dominante. La pequeña sindicalista que hace su trabajo escuchando a obreras y obreros, animándoles a tomar la palabra, dándoles ejemplo de un hablar directo, a partir de sí, de su experiencia, lo puede hacer mientras corra de fábrica en fábrica con su utilitario. Pero cuando este modo de hacer, que es un modo de ser, lo propone en la Secretaría, entonces se le pide que se identifique: ¿qué quieres decir? Eres autorreferente; ¿qué es esta práctica del partir de sí? ¿La diferencia femenina? Queréis cuotas, lo podemos discutir. ¿No? Entonces ¿queréis ser un “componente” nuevo? ¡Tampoco esto! Entonces qué sois, monjas, asistentas sociales, diletantes… O sois una nueva secta… Y así sucesivamente, en un crescendo de incomprensión que puede acabar pidiendo la dimisión. Estamos contando, como se habrá notado, una historia verdadera, pero estamos exponiendo también un exemplum de la grave situación de estancamiento a que ha llegado nuestra sociedad. Así se forma ese techo invisible de cristal que comprime las mejores energías femeninas; la sociología norteamericana, que ha inventado esta figura, hace de ella una cuestión de discriminación antifemenina que se puede, por tanto, resolver con una política antidiscriminatoria. Es un remedio ilusorio, porque ese tipo de política sirve, sí, para hacer que pasen adelante un cierto número de mujeres, pero lo que el techo invisible sigue bloqueando es la diferencia femenina, su lenguaje, su más, como se deduce fácilmente del exemplum.
De esta situación de estancamiento puede derivar y efectivamente deriva un sentido de amenaza para el deseo femenino. Sobre el final del patriarcado se alarga la sombra de un sufrimiento femenino aparentemente injustificado, que toma formas melancólicas, depresivas. En el cielo que parecía que se aclaraba ¿no se estará levantando el “sol negro” de una tristeza femenina inédita? En la patología del deseo femenino inválido de palabra, la figura de la histérica ¿ha sido reemplazada por la figura de la deprimida? No hay duda de que así es, para quien tenga un mínimo de antenas, aunque resulte cómico que la constatación proceda de las autoras de un documento político y no de quienes se llaman psico-analistas.
Vienen a la memoria las palabras de Kristeva: “la mujer no tiene nada de que reírse cuando se hunde el orden simbólico.” Le hacen eco las palabras de una delegada en el Foro de Huairou procedente de Croacia: “El muro de Berlín ha caído encima de las mujeres”. ¿Está emparentada con esta amarga aunque lúcida constatación esa especie de desánimo femenino que se adivina detrás de las reticencias, las timideces, las adaptaciones, el automoderarse de muchas? ¿Cuánto depende el deseo femenino, para vivir, del deseo del otro?
No tenemos respuestas puntuales; nuestra principal aportación son las preguntas. Pero tenemos la conciencia, igual de lúcida pero alegre, de que a nosotras nos ha tocado encontrarnos en este pasaje incierto de la historia milenaria. Nos ha tocado a nosotras la apuesta de los dos nombres: “final del patriarcado” y “la política es la política de las mujeres”. Nombrar la realidad que cambia, nombrarla con tanta precisión, es apostar por el mundo, abriéndole las puertas de su más. En otras palabras, lo simbólico (apostar es un hacer simbólico) triunfa sobre el “sol negro” y libera el deseo. Por eso tenemos ganas de reír. Lo simbólico ¿qué es? La lengua que hablamos y la voz que tenemos para hablar, con su admirable capacidad para revolucionar lo real. La lengua y la voz, de los tropiezos hacen pausas significativas; de los defectos, ocasiones de significar mejor; de los obstáculos, palancas; de las carencias, puntos de transformación; de los fallos, una escalera de subida; de las caídas, profundizaciones. La lengua no es una suma de palabras, como podría parecer, sino una multiplicación y, más que una multiplicación, una partida abierta que se asoma al más porque, como bien sabe la lingüística, una palabra nueva puede volver a poner en juego el significado de todo nuestro decir (y vivir) pasado.
La política de la diferencia femenina es una política de lo simbólico. No saca conclusiones de los llamados datos de realidad sin haber indagado su significado, el que ya tienen pero también el que pueden tomar a la luz de mi, tu deseo. Y no acumula resultados pequeños, sino que hace del resultado pequeño una inversión para seguir ganando, de modo que no hay resultados “pequeños”, son todos grandes. Bajo el sol negro de la depresión, la realidad aparece cerrada, finita; no quedan mas que las maquinaciones del poder, para quienes las aman. Lo simbólico la abre, liberando el deseo que, de por sí, está siempre listo para captar las ocasiones, también las menores. Lo simbólico no es resistencia sino relance, se parece más al juego que al trabajo, pero al juego de las criaturas pequeñas, ligero y perseverante.
Por eso hemos luchado contra la tentación -dentro pero también fuera y en contra de nosotras- del lamento y de la recriminación, que hacen que todo parezca mezquino y a los deseos les dan una satisfacción venenosa y humillante. Por eso hemos luchado contra el emancipacionismo, que no admitía mas que un tipo de deseo, el masculino o, más bien, el más típicamente masculino, dirigido a tener más poder que los demás y sobre los demás (o más bien, las demás). Y luego, la política de la igualdad con su ajuar de cuotas e igualdad de oportunidades y su lógica de “copropietarios” que no admitía ni rupturas ni relanzamientos ni vuelcos, estando como está toda dentro de las medidas preestablecidas. Le llaman “realismo”, pero una consideración fina de lo real le llama realismo fingido, perdedor: de motivaciones, de creatividad, de señorío.
Lo decimos basándonos en nuestra experiencia. Como escribió Teresa de Jesús en el capítulo XVIII del Libro de la vida, aquí “no diré cosa que no la haya espirimentado mucho”.

Hombres
El final del patriarcado ni es ni será, ciertamente, cosa de risa. El patriarcado no era control masculino de la sexualidad femenina y nada más. Era, en su conjunto, también una civilización o, más bien, una serie de civilizaciones, con sus instituciones, sus religiones, sus códigos. No podemos resumir aquí los análisis que han elaborado la antropología, la historiografía y la sociología, tanto feministas como prefeministas. Recordaremos nada más que al orden simbólico del patriarcado se remiten instituciones como los parlamentos, los Estados, la ley igual para todos, los tribunales, los ejércitos, instituciones consideradas modernas y que se sigue considerando indispensables, aunque algunas de ellas tengan ya la crisis en el horizonte. Sin embargo, no hay, que nosotras sepamos, análisis que pongan el acento en el nexo entre esta crisis que ya está en el horizonte y el final del patriarcado. Hay que reconocer que, sobre este punto, también los estudios feministas se han quedado atrás.
El miedo de que el patriarcado arrastre en su caída instituciones todavía indispensables para el orden social más elemental, provocando caos o respuestas reaccionarias o resistencias equivocadas está, pues, bien fundado. Para bien y para mal, la civilización occidental -hablamos de esta, que conocemos desde dentro- es ampliamente deudora de la sexualidad masculina. Pero ¿coincide la sexualidad masculina con el patriarcado? La virilidad ¿está verdaderamente amenazada por la pérdida del dominio sexista o del control de la procreación? Esta es, en nuestra opinión, la cuestión más importante, hoy, en nuestra civilización y, por tanto, también en política. No hablamos ya del feminismo que, en este punto, repetimos, se ha quedado atrás, como hechizado por la representación de una eterna desventaja femenina. De lo que hablamos es de política de las mujeres, entendiendo como tal sencillamente la política, en tanto que son hoy las mujeres, más que los hombres, quienes hacen frente a las tareas más arduas y a las contradicciones más elementales de la sociedad que cambia. La política de las mujeres (y no nos referimos a este o a aquel grupo o proyecto o sigla sino al obrar según el sentido libre de la diferencia femenina) tiene el problema de las relaciones con los hombres, no como problema sociológico o psicológico sino radicalmente, como pregunta en torno al deseo, a la diferencia sexual y a la relación de ambos con el dominio.
Sobre la posibilidad práctica de liberación de la sexualidad masculina de las formas del dominio, existe investigación de hombres también en Italia. Recordamos, por su calidad y por la antigüedad de su compromiso, al inglés Victor J. Seidler, autor de Rediscovering Masculinity. Un deseo masculino no solidario con el dominio, sabemos que existe porque hemos dado con él y porque sabemos, por nuestra propia historia, que el deseo es de por sí potencia anárquica que precede a toda historia y a toda pertenencia, incluida la de género. Nuestra apuesta será, pues, la de entrar en relación política también con hombres, hombres cuyo deseo (ya) no tenga deudas con el orden patriarcal, hombres cuya virilidad se exprese fuera de la competencia masculina por el poder y la primacía, intérpretes de un sentido libre de la diferencia masculina.
Nos parece que queda bastante claro que la diferencia masculina no ha entrado en nuestro discurso ni por analogía ni por simetría con la femenina. No hay, históricamente, simetría en la relación entre los dos sexos. Apuntar hacia ahí es, en nuestra opinión, vano: la relación entre los dos sexos parece destinada a permanecer asimétrica, o sea sin especulación (a no ser ilusoria) y sin reciprocidad (a no ser limitada). La diferencia masculina ha entrado en nuestro discurso como un descubrimiento del que nosotras, que lo hemos hecho, no sabemos decir si toma vida de nuestro deseo o si tenía vida propia.
Esto significa, evidentemente, darle al otro sexo un crédito que el feminismo no le ha dado. Se le pueden hacer a esto objeciones muy sensatas. Muchas mujeres han optado por vivir cultivando relaciones con otras mujeres y reduciendo las relaciones con hombres al mínimo indispensable; algunas han hecho de esto una opción política fuerte. Dicen estas mujeres: “Nuestras vidas han mejorado. Tenemos más tiempo, más seguridad, más energías, más libertad. La relación con otras mujeres nos ha vuelto más inteligentes y más autónomas. El día en que nos dimos cuenta de que los hombres se nos habían vuelto superfluos, fue un gran día.” Se puede decir más: es en la relación mujer con mujer donde se forma el sentido libre de la diferencia femenina; sin ella, lo que habría sería un reflejarse en el otro y no podríamos hablar de libertad femenina. No es casualidad, pensamos, que la práctica de la separación, la más típicamente feminista, se haya convertido en una práctica social difundida también fuera del feminismo, compartida por mujeres casadas o ligadas de algún modo a hombres, que sin embargo sienten la exigencia de vivir momentos separados, entre mujeres, para entender mejor, para decidir con autonomía o, sencillamente, para reírse de placer.
Pero las preguntas no se refieren únicamente al otro sexo. Se refieren también (¿sobre todo?) a la diferencia femenina y a su efectiva disponibilidad para ponerse en juego, lo cual quiere decir exponerse, significarse, hacerse valer por sí. Muchas prefieren reivindicar igualdad de derechos o hablar en neutro o secundar el lenguaje masculino, antes que “sacar” lo más propio de sí, el ser mujer. Hay mucha prevaricación masculina, es cierto, en la historia humana, que parece una historia solo de hombres; pero hay también una parte tal vez no pequeña de resistencia femenina a la significación de la diferencia, como una oposición a despegarse simbólicamente de sí, a “partir de sí” también en el sentido del partir.
O sea que la contradicción nos afecta de cerca. Sabemos que, en un determinado momento, la liberación de energías posibilitada por la práctica de la separación, se ha detenido. No ha llevado a una circulación creciente del saber y de las prácticas de las mujeres en el mundo. Se ha dado un replegarse en una presunta autosuficiencia de la sociedad femenina. Lo que antes era una espiral tiende ahora a convertirse en un círculo cerrado, con peligro de “implosión” del deseo femenino. Pues un obrar como el nuestro, que tiene como punto de apoyo el deseo y las pasiones y es ajeno y contrario al poner casa con un orden social determinado, está hecho para conquistar el mundo. No le sienta bien la obra de esas mediadoras que lo pliegan a la coherencia forzada con este o aquel discurso sin hacer nunca un corte o una apuesta. Todavía le sienta peor la pureza de las que lo cultivan en sitio cerrado, sin exponerse ni a la significación ni a la confrontación.
Un mito griego de los orígenes del patriarcado, reelaborado por Esquilo en Las Euménides, narra que Febe, hija de la Tierra, la Gran madre, le dio a Febo (Apolo Febo) como regalo natal la palabra oracular, poder que hasta entonces se había transmitido solamente de madre a hija. La mujer divina le hizo al hombre partícipe de la divinidad, del mismo modo que le había hecho partícipe de la procreación cuando le había revelado que producir vida no era un poder exclusivamente femenino. O sea que con el regalo de Febe el hombre recibió, además de la posibilidad de producir vida, la de producir símbolos.
Pero esta apuesta de la prehistoria, las mujeres la han perdido: Apolo tomó el don y lo doblegó a sus intereses. De aquí viene la ley del padre. En Las Euménides, el matricida Orestes es exculpado porque “no es la madre la generadora de lo que llaman su hijo: es la nodriza del germen sembrado en ella.” Con la fuerza de esta ley, los hombres se lanzaron a erigir por todas partes símbolos fálicos y establecieron el patriarcado. Hoy que se están resquebrajando esos símbolos -el arte y el cine lo muestran con claridad- nos parece el momento justo para hacer otra vez esa apuesta.

Lo universal como mediación
Hace unos diez años, la filósofa francesa Luce Irigaray, muy querida del feminismo italiano e internacionalmente conocida por su filosofía de la diferencia sexual, adelantó una idea preciosa, la idea de que lo universal es mediación. ¿Qué quiere decir? Que las diferencias, las distancias, los conflictos no son divisiones para quien acepte hacer el trabajo de la mediación, y que, de mediación en mediación, no hay barreras que puedan detener los intercambios, los conocimientos, los amores, y que no es por tanto necesario ni postular un Uno trascendente ni absolutizar el pluralismo. Con las otras, con los otros, con lo Otro distinto de nosotras, fuera y dentro de nosotras, nos unen los intercambios que hace posible una relación mediadora. Lo demás es o atropello o forzamiento o confusión, y sufrimiento. Pueden hacer de medium los sentidos, la proximidad, el trabajo, los números, el amor… y, sobre todo, la lengua y los lenguajes de todo tipo. También el conflicto, si hay palabra, si no hay reticencia o engaño, es una relación mediadora que da vida a intercambios provechosos. Esto vale en las relaciones con nuestras, nuestros semejantes, pero también con el mundo en su conjunto. Sin mediaciones, también el mundo se nos vuelve ajeno, hostil y, lo que es peor, mísero y restringido.
En la idea de lo universal como mediación, querríamos integrar otra que no se encuentra en L. Irigaray pero que se puede ver anticipada en Carla Lonzi, en su escrito más célebre: Escupamos sobre Hegel (1970), y luego recuperada en los escritos de “Diótima”. La primera fórmula que daremos de esta idea será negativa; después mostraremos lo que tiene de positivo. Algunas de nosotras han adelantado la idea (y las otras han dicho que están de acuerdo) de que no hay mediación posible de la diferencia sexual. ¿Qué quiere decir? Ciertamente, no que entre una mujer y un hombre de carne y hueso no pueda haber un medium, como el proyecto de vivir juntos o de tener uno o más hijos o creer en el mismo dios o colaborar en un objetivo común o pasar juntos unas vacaciones. Pero, sea el que sea, el medium será siempre parcial, dejará siempre fuera algo esencial, a causa de la diferencia de ser mujer/hombre. Todas las diferencias, decimos nosotras, son mediables, al menos en teoría, ya sean de cultura, de carácter, de intereses, de edad, excepto esta: la diferencia sexual es, digamos, irreductible, porque es del cuerpo en su insuperable opacidad. Por eso es errónea la respuesta de la complementariedad entre mujer y hombre; puede haber complementariedad, pero limitada. Dicho en otras palabras, tomadas de la lingüística: la diferencia sexual asume, en los seres humanos, muchos significados, según las culturas y las relaciones, pero, en su raíz, no deja nunca de ser un significante inagotable.
Cuando entre una mujer y un hombre que habían compartido tantas cosas, estalla un conflicto, la idea que adelantamos aquí se vuelve, por así decirlo, palpable: se dan cuenta, atónitos, de que han vivido juntos dos vidas diferentes. Pero nuestra tesis quiere ser general. La diferencia persiste cuando ella y él están de acuerdo y en el amor; también en este caso, su comunicación sigue siendo lunar, con una cara siempre en la sombra. Pero el medium entre los dos sexos ¿no es el ser humano? Sí, siempre que asumamos que el ser humano no es mas que el ser mujer/hombre. El ser humano es identidad y diferencia, en círculo entre sí. En otras palabras, es necesidad de mediación, que llevamos inscrita, no sin congoja, en el hecho de la diferencia sexual. Tal vez en el fondo de la misoginia, del odio masculino de la diferencia femenina, esté esto: el no plegarse a la necesidad de la mediación. Y, quizá, habría que decir algo parecido del “sueño de amor” femenino.

¿Hasta cuándo?
Por eso la civilización, que vive del trabajo simbólico de la mediación, se disgrega al reducirse la medida humana en la diferencia sexual. En la “extraña guerra” que ha infestado la ex-Yugoslavia, no pocos han observado la concomitancia entre silencio femenino y un guerrear masculino feroz y notoriamente estúpido. Ante hechos como esta última guerra, la obra de la civilización hace pensar en el trabajo de Penélope, que se pasaba los días tejiendo una tela destinada a ser siempre destejida. No hemos heredado de los antiguos una tragedia Penélope y, sin embargo, no hay representación más trágica de la civilización humana, hoy más elocuente y verdadera que en los tiempos antiguos. A lo largo de las tres guerras europeas del siglo XX, se ha pasado de una implicación mínima de la población civil a su implicación total; en la ex-Yugoslavia, los hombres armados evitaban combatir entre sí y apuntaban contra la población civil, destruyendo lo que es la obra sobre todo femenina de la civilización cotidiana. Con esta lógica, han llegado a programar la violación del cuerpo femenino fecundo. Algo que, por atenernos al mito de Penélope, no se atrevieron a hacer los que aspiraban a entrar en su cama. Un ejemplo menos extremo nos lo proporciona el mercado de trabajo, que se ha vuelto, como dicen los economistas, flexible; en la práctica, tan desequilibrado en favor del capital con respecto a la fuerza de trabajo, tan desfavorable para quien busca trabajo, como para preocupar desmesuradamente a hombres y a mujeres, en especial a las más jóvenes, que buscan su primer empleo. O sea que se ha vuelto prácticamente imposible -y sería, por tanto, erróneo- seguir concibiendo la obra femenina según el esquema de la división del trabajo simbólico. Este esquema, válido quizá todavía en tiempos de Penélope (por decir: de nuestras madres), está acabado, destruido. Se daría ya otra situación, la de la igualdad entre los dos sexos, que se ha ido creando en Occidente, no lo olvidemos, no como respuesta al problema que planteamos aquí sino a las exigencias del Estado de derecho. Respuesta correcta dentro de estos límites. Pero hoy, desde muchos sitios, se pretende hacer de ella la respuesta al problema que nosotras planteamos, el problema del sentido libre de la diferencia sexual en la obra de la civilización. Y entonces se convierte en un forzar las cosas. Escribe Mary Catherine Bateson en Composing a Woman’s Life, hablando de ella y de las mujeres con quienes preparó el libro: “En medidas distintas, cada una de nosotras ha sufrido discriminaciones por el hecho de ser mujer; todas hemos sido tratadas alguna vez como menos que iguales. Pero todas estamos siempre buscando relaciones de diferencia, un poco desorientadas por la necesaria aceptación política de la igualdad”. En realidad, como ella ha demostrado, igualdad significa establecer una relación de simetría; relación simétrica significa competición. Y la competición impide significar y, por tanto, antes o después, practicar y, a largo plazo, entender el valor de relaciones y de prácticas no competitivas, que hacen humana la convivencia y civil la civilización. El grandísimo trabajar de las mujeres en países como Italia, que no disminuye con los avances civiles y técnicos, sino más bien al revés, habla elocuentemente del atolladero en el que están atrapadas muchas mujeres, entre, por una parte, estar al tanto de la competición para ser autónomas y, por otra, seguir atendiendo la antigua obra femenina de la civilización cotidiana. ¿Hasta cuándo?
La obra femenina de la civilización, que la subalternidad y la casi invisibilidad han puesto ya a prueba (baste recordar que, antes de la escuela de los “Annales” fundada por Marc Bloch, estaba del todo ausente de la tradición historiográfica), está destinada a la desaparición (violenta o consentida, a fuerza de ex-Yugoslavias y de mercado de trabajo) si no se transforma en un sentir político (o sea: público, consciente, abierto, declarado) de mujeres (y hombres) que tengan el sentido original de la diferencia femenina. En una palabra, si no se convierte en autoridad femenina. Ha desaparecido ya, condenada a muerte no importa por quién ni por qué, la diferencia femenina como especificación de la humanidad (el famoso “femenino específico”). Puede existir, de ahora en adelante, del Polo Norte al Polo Sur, de Nueva York a Pequín, la diferencia femenina en tanto que significante de humanidad: diferencia creadora de simbólico, promotora de autoconciencia de mujeres y hombres, decisora de las dualidades esquizofrénicas que retoñan del mito del Hombre universal. Quede claro que no son todas las esquizofrenias ni todas las alienaciones de la historia humana, aunque sí un buen número, empezando por esa, citada al principio, entre naturaleza y cultura, y terminando por la guerra en la ex-Yugoslavia. Para decidirlo hace falta, en cada caso, un análisis histórico específico, junto con la conciencia de que no hay real sin simbólico y no hay mundo sin mediación.
Pero ¿por qué mediación femenina? Esta es la objeción del pensamiento sistemático, el cual, después de renunciar al Hombre universal, lo ha sustituido por un dualismo especular hecho de hombres y mujeres/ mujeres y hombres. Al pensamiento sistemático le gustan las simetrías más que la historia, que no es simétrica. “Autoridad femenina” es una respuesta histórica. La diferencia sexual vehicula la necesidad de la mediación, pero no da las respuestas. Estas las da la historia, no es posible deducirlas. “Autoridad femenina” es el nombre que hemos encontrado en respuesta a la exigencia más acuciante que puede plantear una civilización, y que la nuestra plantea: que el trabajo de la mediación no se detenga.

Un discurso poco plausible pero urgente
Autoridad es una palabra que se usa poco y mal. A menudo se la confunde con el poder. Provoca fantasías y rebeldías verbales. Se prefiere, a veces, hablar de autorización o usar otras fórmulas. Es, pues, poco plausible ponerse a hablar de autoridad. A pesar de lo cual, es urgente empezar a hacerlo, si se tiene en cuenta que la obra de la mediación -no la acomodaticia sino la creadora de mundo y de relaciones- reclama el sentido de la autoridad. Si no, vence el poder y, en quien poder no tiene, vence el recurso a la violencia. O, especialmente entre la parte femenina, el mutismo y la enfermedad.
Hemos redescubierto la autoridad con la política de lo simbólico; o sea, con la política que tiene como punto de apoyo la toma de conciencia y la relación. Pero la hemos descubierto en una forma prácticamente nueva. Las formas antiguas de autoridad implicaban jerarquía. La filósofa Hannah Arendt, que ya en los años sesenta reflexionó sobre este tema (y lo hizo desde una perspectiva política, como nosotras aquí) piensa que autoridad y jerarquía van juntas. En este punto no estamos de acuerdo con ella. O, mejor, pensamos que ella tiene razón pero dentro de los límites de las culturas y los organismos en que el orden simbólico depende del socialmente establecido. Es el caso de las sociedades antiguas que Hannah Arendt estudia, o de muchas organizaciones religiosas (pensemos en la Iglesia católica), como también, nos parece, de la cultura japonesa actual. Nosotras hemos descubierto (¿inventado?) la autoridad como cualidad simbólica de las relaciones, como una figura del intercambio, de manera que nadie es “la autoridad”; esta, en cambio, es reconocible en el incremento que da al círculo virtuoso de las relaciones mediadoras. En el contrato entre hombres hay siempre un tercero (el Estado, el derecho) que da a los contratantes un poder de exclusión. También en las relaciones sobre las que estamos reflexionando hay un tercero, que es el orden simbólico de la madre, que no es excluyente. Se crea así un acuerdo del que está ausente todo poder de exclusión: la relación se abre a todas y a todos porque su propia existencia depende del multiplicarse de las relaciones. Con respecto al cuadro tradicional, hay un salto con el cual se pasa, de un mundo anclado en signos externos (la cátedra, los grados, las togas, el púlpito, el cargo, la firma, etc.), a la palabra, que hace el mundo fluido y móvil, ocupado siempre en la contratación del significado de las cosas. Porque lo real no es fijo, mas que cuando desesperamos de poder participar en la aventura de su interpretación y cambio.
En palabras simples, nosotras decimos y hacemos que, en los intercambios, haya autoridad, de modo que ni se despilfarre ni se destruya el sentido de la vida personal y asociada. Si está ausente la autoridad -es una experiencia bastante común, si se reflexiona mínimamente- prevalecen las cuestiones de poder, su conquista, la carrera hacia su conquista, etc., con desatención creciente de la razón misma de la empresa en que se participa, que llega a hacerse del todo incomprensible. Pensemos, por poner un ejemplo, en los juegos de poder que se han instalado, como una gangrena, en la vida de las universidades, con daños graves que se extienden desde la investigación científica hasta la formación de las personas jóvenes, pasando por la lentitud de los procesos decisorios y la casi parálisis en la selección del cuerpo docente.
La historiografía feminista ha contribuido a mostrar que, en nuestra tradición, se puede reconocer la presencia de autoridad femenina, aunque sea dentro de los límites impuestos por la cultura patriarcal. Hoy, estos límites se han caído o se están cayendo. Hoy, contra la autoridad femenina milita la idea de igualdad, que se ha convertido, en estos últimos años, en la única respuesta de la cultura política dominante a la contradicción de la diferencia. Es una respuesta que empequeñece el sentido original de la diferencia sexual y el sentido político del movimiento de las mujeres, al que se atribuye como aspiración fundamental la paridad mujer-hombre. Idea lisonjera para hombres en dificultades, y cómoda para quien no se hace preguntas sobre la contradicción de la diferencia; en realidad, funciona automáticamente. Así, de una ausencia de mujeres se deduce, mediante la noción passe-partout de discriminación, su deseo de estar allí a cualquier precio. Pero ¿por qué? ¿Por qué no se piensa, al menos como hipótesis, que pueda haber una preferencia, una opción, una propensión a estar en otro sitio? ¿En el lugar-otro que los parlamentos, que las academias militares, que los cuadriláteros de boxeo, que las escuelas de ingeniería, que los mercados de valores, que las profesiones de verdugo o de general en jefe? Todos los días, si lee los periódicos, especialmente los de izquierda, una mujer ha de esperar verse reducida a no tener otra meta, otra medida, que la igualdad con el hombre. Pase si estas operaciones las hacen los miembros de las variadas comisiones del “feminismo de Estado”: han sido elegidos para esto, aunque da lástima que se gaste mal el dinero de los y las contribuyentes. Pero la cosa se vuelve grave cuando a esa operación se prestan pensadores independientes y valientes como Leonard Boff, exponente de la teología de la liberación, el cual -¿colonizado en esto por Norteamérica?- parece convencido de que el horizonte en el que se mueven las mujeres acaba en la famosa igualdad. “Se dan todas las razones -ha escrito en “L’Unità” del 11/9/95- para valorar a las mujeres a la par con el hombre.” No gracias; tenemos otras medidas en la cabeza.

En vez del yo/nosotros/ellos
¿Qué es lo que tenemos en la cabeza? No la paridad pero tampoco nuevas visiones del mundo ni nuevos valores. Tenemos una experiencia de práctica de la relación y la pretensión de traer al mundo el mundo (es un título de “Diótima”) mediante esta práctica. Quienes cultivan relaciones para determinados objetivos o intereses, propios o ajenos, nobles o innobles, quedan lejos de nuestro pensamiento. Para darlo a entender en su radicalismo, puede servir el lenguaje de algunas escritoras del siglo XIII, que llegaron a decir que Dios se genera de la relación misma de ellas con Dios. Pero ¿no es absurdo? ¿No es un absurdo círculo vicioso? No, es un paradójico y profundo círculo virtuoso, con tal de que en el principio no pongamos nada mas que tu, mi estar presentes, aquí y ahora. Partir, por tanto, de las relaciones que somos y desde ahí obtener todo lo demás. ¿Cuánto? Todo lo grande que sea el deseo, todo lo fuerte que sea la relación mediadora, nunca la una sin el otro. ¿De verdad? Sí, responde la experiencia.
Nuestro compromiso y nuestra lucha consisten en asegurar la primacía de la relación tanto en la generación de pensamiento como en la vida personal y social. De esta orientación nos quedan cerca algunas corrientes importantes del pensamiento contemporáneo; recordemos al menos un nombre: Gregory Bateson, el autor de Steps to an Ecology of Mind.
Hay al menos dos caminos para explicar la práctica de la relación. Uno es el de verla como lo que ocupa el lugar de un estado de aislamiento, de soledad. Psicológicamente, es la manera más intuitiva, porque nuestro tipo de sociedad crea aislamiento y soledad. El otro camino muestra que la relación es lo que ocupa el lugar del “nosotras-os”. La preferimos porque pasa por una crítica de las relaciones comunitarias, que es una respuesta que está cuajando en nuestro tipo de sociedad, una respuesta satisfactoria pero demasiado. Las relaciones que se viven en el cerco del “nosotros” generan fácilmente, precisamente cuando van bien, un sentido de autosuficiencia y de confirmación recíproca que embota el sentido de la mediación necesaria y lleva casi a perder la necesidad de medirse con quien no es “nosotros”. Simone Weil, cuando era poco más que una niña, le llamó el sentimiento de un “delicioso acuerdo”, anotando que se termina amando sobre todo esto y que de ahí, comenta sin medias tintas, se generan “todas las guerras”. Conclusión de un pensamiento áspero pero agudo. Existe una necesidad profunda de poder decir “nosotros” y, sobre todo, de saborearlo (¡saborear el ser un solo ser con la madre, con dios!). Se reconoce en el placer que proporcionan ciertas cosas hermosas de la vida como la música, la armonía de las cuerdas, el vibrar de una cuerda cuando la otra vibra. ¿Cómo condenarlo? Y sin embargo, como intuye Simone Weil, es un sentimiento ambiguo y la historia lo demuestra. En la tradición occidental, el “nosotros” ha tomado formas muy variadas, desde el parentesco hasta la nación (o la etnia), de la congregación religiosa al partido político, del ejército a los hinchas, del terruño al Estado. Algunas de estas identificaciones colectivas están en crisis, se desmoronan o “enloquecen”. Hay una crisis general de las grandes pertenencias. Hay que decir que, ya antes de la crisis, las mujeres no entraron en ellas casi nunca y no solo porque las excluyeran; hay quien sostiene que las excluyeron porque se reían. El “nosotras” de género femenino es distinto. Con el feminismo y, ya antes, con las organizaciones femeninas de masa, se constituyó un “nosotras” muy elemental: “nosotras las mujeres”, tributario en su globalidad de la mirada masculina pero liberado de cualquier sentido de inferioridad y reivindicado con orgullo. Más tarde aparecieron fórmulas como “pertenencia al sexo femenino” e “identidad de género”. Sin embargo, el movimiento de mujeres no se ha situado nunca como un gran “nosotras”; el “nosotras” típico del feminismo ha sido el del grupo. Pero en los años ochenta, algunas plantearon la crítica del “nosotras” grupal y fue gracias a esta crítica que la relación, que ya ocupaba el primer puesto en el feminismo como práctica de relación entre mujeres, encontró ese radicalismo al que nos referíamos al principio.
La crítica partió del descubrimiento de la disparidad en el interior del grupo. No descubrimos que no somos todas (todos) iguales, esto es archisabido (aunque no se diga). Lo que descubrimos es que en el hacer efectivo, lo que mueve las cosas es el más y el menos, no el par. Es el desequilibrio lo que pone en movimiento el deseo. Fue el descubrimiento de lo que más tarde llamamos materialismo simbólico. La política corriente tiene en cuenta el materialismo económico y lo integra apelando a los valores éticos, saltándose así el animal simbólico, o sea el ser humano en lo que tiene de más creativo. Nosotras decimos que es idealista responder a los desequilibrios y desigualdades de la vida social con el principio de igualdad, porque la igualdad es una gran idea cívica, pero no es el deseo de nadie, y si la respuesta consigue algún efecto es, por lo general, porque consigue que se despierte la envidia, lo cual no es, ciertamente, de buen agüero para la calidad de las relaciones sociales.
Cuando descubrimos el dinamismo de la disparidad, nuestra pregunta fue cómo activarlo por sí mismo, no en función de este o de aquel fin sino como una forma de vida más rica y libre, impidiendo que se disipara de mal modo en la envidia y en el resentimiento, o que lo limitaran mecanismos regulados desde el exterior, como la democracia representativa o la bolsa de valores. Es así como dimos con la relación que toma el lugar del “nosotros”. No es un tipo nuevo de relación en sentido estricto; forma parte, en realidad, de las relaciones que hacen posible que un ser vivo venga al mundo y se quede, encontrándole un sentido al venir y al quedarse. Pero ahora este tipo de relación tiene la evidencia de una modalidad antes ignorada o poco tenida en cuenta, que es la necesidad de contratación a que invita el desequilibrio del deseo. En nuestros días se hace mucho ruido con el derecho a la vida y los derechos humanos, quizá como reacción ante un uso “desenvuelto” de la vida misma; pero la fórmula del derecho a la vida y de los derechos humanos no ve, no deja ver, que la vida y la humanidad se salvan y se renuevan a fuerza de contratación. Prueba de ello son las criaturas pequeñas, inermes, necesitadas de todo, siempre capaces de recibir gratis y siempre igualmente dispuestas a contratar y a pagar si lo que necesitan no llega gratuitamente.
La diferencia la da el nivel de la contratación. La relación que toma el lugar del “nosotros-as” no pone límites a los beneficios que hace posible la contratación; basta con no declarar nunca terminada la partida, volviendo a poner en juego lo ganado para un más del más. En las biografías de mujeres que reconocemos como grandes, no es difícil encontrar episodios de reinversiones de este tipo, detrás de las cuales hay una contratación cada vez más fina y audaz. No se trata solo, obviamente, de la cantidad que se quiere ganar. Se trata, al mismo tiempo, de cuánto se está dispuesto a entregar, siempre en proporción. Ciertas personas menos provistas de bienes creen que la pobreza les impide grandes contrataciones. ¡Qué error! No solo se puede ganar mucho, procediendo paso a paso. Sino que el verdadero salto en el nivel de la contratación se da cuando al mercado no llevo lo que tengo sino la que soy (pienso, creo, quiero, deseo, siento). Lo cual quiere decir el mundo entero, porque “mi” ser no es mas que una expresión, parcial pero no separable, del mundo entero. Al mercado se puede llevar todo: amistades, amores, honor, fe, inclinaciones, tranquilidad… ¡Qué horror! dirá alguien. Es un verdadero horror cuando se trata de un mercado pequeño, de transacciones modestas. Nosotras aquí hablamos de la contratación como núcleo incandescente de la relación mediadora no instrumental, de la o, mejor, las relaciones que nos hacen ser, sentir y hablar como somos, sentimos y hablamos. Nosotras aquí hablamos del comercio principal, del que está en el principio del mundo, y proponemos activar este nivel de intercambio y tenemos la pretensión de saber cómo se hace.
Lo sabemos sobre la base de una experiencia a la que ya hemos aludido, que es que al mercado de trabajo las mujeres, hoy en día, van, pero no se entregan totalmente a sus medidas, porque las comparan con otras, en el trabajo y fuera de él. La revolución de las vidas femeninas a que estamos asistiendo no hubiera sido posible sin esta contratación fina, en la que no está solo en juego la cuantía de un sueldo o un puesto en la cúspide, sino un conjunto más vasto de intercambios, hemos dicho, en el que entran también la calidad del trabajo, las gratificaciones afectivas y ciertas exigencias de civilización, como la restitución de cuidados a los ancianos. Por eso decimos que la política, hoy, es la política de las mujeres. No se puede vivir la crisis de este fin de siglo, que es también un final de milenio, sin llevarlo todo al mercado, la propia fuerza de trabajo pero, también, los sentimientos, las expectativas, los afectos, las aspiraciones… Proporcionalmente, una o uno se da cuenta de que el mercado regulado por el dinero no es mas que medio mercado, y no basta para hacer posible la riqueza de intercambios de que es capaz y desea la vida humana.

El lugar de la libertad
Es, sin embargo, necesaria una calidad de contratación más fina que la que practica la política corriente. Una contratación fina tiene dos caras. Una, la más obvia, con el otro, entendido como sea: mujer, hombre, adversario, amigo, institución, poder… La otra, menos aparente pero que no puede faltar, se da entre sí y sí. Toma la forma de una simple pregunta: ¿qué estoy yo dispuesta (o dispuesto) a dar a cambio de qué? Es increíble lo que se puede poner en juego y lo que se puede ganar con una contratación interior bien hecha. La vida se convierte en un mercado verdaderamente libre. Su nombre ha salido ya: es lo simbólico. A él puedes llevar incluso tus peores emociones, como la envidia o la suspicacia: ¿estoy yo dispuesta a darlos a cambio… de qué? Entendimiento, por ejemplo. Funciona. Pero hay obstáculos. La práctica de la relación se encalla a menudo en la defensa de la identidad personal. Se cree, equivocadamente, que esta no puede entrar en los intercambios. No es verdad, basta pensar en cómo aprendimos a hablar, entregando sentir inmediato a cambio de palabras. Las criaturas pequeñas son, al mismo tiempo, grandes mercaderas y grandes señoras. Se entregan y siguen intocables, porque nadie es tan hábil que pueda adivinar sus cálculos. Y así se renuevan constantemente siguiendo fieles a sí como nadie.
El practicar las relaciones a este nivel da lugar a la libertad humana. La relación instrumental ha existido siempre; los hombres la han pensado y practicado para hacer sociedad, organizar la convivencia, fundar instituciones. El invento femenino es la relación que no tiene un fin fuera de sí y que se hace lugar simbólico de la existencia humana por sí misma. Se podría explicar esta sabiduría relacional femenina considerando que a la existencia de una mujer le da sentido la diferencia de la madre, o sea la relación con ella. Es precisamente esta relación y esta diferencia lo que está en juego en la contratación entre ti y ti: no eres omnipotente, busca una medida, no te gastes al azar, no imites, no te disminuyas ni te infles, busca una medida que sea tuya, que serás tú.
Según algunos, todo esto está bien, excepto el considerarlo política. Según estos, se trata de política cuando están por medio decisiones que afectan a grandes números, y el poder para tomarlas. Esto lo piensan también hombres que no pretenden en absoluto restringir el gobierno de la cosa pública a una minoría de iniciados, sino que, por el contrario, pretenden implicar a las masas y hacerlas protagonistas de su historia. Pero no ven o no tienen en cuenta un aspecto de nuestra cultura presente, que es que las masas, en la política así entendida, ya han sido implicadas, y de su historia ya se han hecho protagonistas; en el sentido de que están metidas, con su consentimiento, en el ciclo producción-consumo, y están perfectamente al corriente de su situación, gracias a la cultura de los medios de comunicación de masas, que consumen en cantidad. Que esta promoción lleve consigo miedos crecientes, un empobrecimiento general de lo simbólico y, entre las personas jóvenes, mucha tristeza, es innegable. Pero no se puede decir que esto sea consecuencia de un engaño ni que, en el fondo fondo, se esté fraguando una voluntad general de cambio. No. Nosotras pensamos que es, más bien, consecuencia de un horizonte demasiado limitado dentro del cual tienen que caber y ponerse en juego unas posibilidades materiales que han aumentado. Y pensamos que este horizonte no se puede abrir para hacer sitio a metas más seductoras o a desafíos más emocionantes sin esa libertad que nace de la capacidad de modificación de sí, la cual, a su vez, llega con la práctica de la contratación entre sí y sí, entre sí y el mundo. Es decir, sin la reapertura de los juegos de una conciencia modificada (¿no pensaba en esto también Marx, más que en toda esa historia de poder, partido y Estado que le harían decir?), conciencia modificada en el sentido de una disponibilidad más libre de las riquezas inscritas en nuestra historia, empezando por la infancia, y en las relaciones humanas que más queremos.
Por lo demás ¿cómo no ver que esta apertura de juegos se ha convertido, hoy día, en la cuestión política número uno, ante las contradicciones en que se derrama el llamado poder político? Se le da este nombre a ese poder que no es ni económico ni ideológico, y que se constituye por la exigencia general de un gobierno común, mediante la expresión reglada (tipo elecciones) de esta exigencia. ¿Existe todavía un poder político así entendido? Nos lo preguntamos porque vemos que se está extinguiendo, a causa de la prepotencia de los imperativos económicos, del enredo de reglas que o no van bien pero no se consigue cambiar o van bien pero no se respetan, de lo que nos invade el poder ideológico de los medios de comunicación, destinado quizá a sustituirlo, y a causa de la caza del consenso que le hace ir de un lado a otro. En nuestra opinión, quien identifica la política con los grandes números y con la posibilidad de actuar a este nivel, se hace ilusiones. Y no ve bien lo que sucede efectivamente donde hay un hacer político digno de este nombre. Hay siempre, además, contratación entre sí y sí: sin ella, no hay resultados. Preguntádselo a Nelson Mandela, que es justamente considerado un político de primera categoría y que, durante años, inerme, preso, supo trabajar para la convivencia entre negros y blancos en Sudáfrica hasta conseguir ese resultado, considerado inalcanzable. Preguntádselo a los mediadores y mediadoras, que la prudencia obliga a dejar en el anonimato, cuyo trabajo precede siempre a ese poco de paz que de vez en cuando vemos que ocupa el lugar de conflictos destructivos.
Las relaciones humanas, como se sabe, están siempre expuestas a la prueba del conflicto. Es en presencia del conflicto donde la capacidad de la contratación entre sí y sí manifiesta su calidad política. Pues los márgenes de la contratación pueden revelarse demasiado exiguos, hasta resultar impracticables, para quien no quiere traicionar su mandato o sus opciones de fondo, y no tiene así capacidad de modificarse ni de desplazarse: el yo, la identidad a la que nos apegamos por defecto de libertad, ocupa mucho sitio y se lo quita a la mediación. En la política de las mujeres se daba una tendencia a evitar los conflictos o, si esto no era posible, a ignorarlos o, si esto no era posible, a cerrarlos con un cese en las relaciones, lo que se llama una ruptura, procurando que fuera digna, para después seguir cada una su camino. La conciencia del final del patriarcado ya no permite un comportamiento semejante, porque quien asume la autoridad, asume el conflicto.
Quien asume la autoridad asume el conflicto y no lo evita ni intenta acallarlo ni tampoco, como se suele decir, curarlo ni tampoco, como se suele hacer, circunscribirlo. Intentará que quede abierto, circulante, practicable, no destructivo, exactamente como la autoridad, dejando así fuera de combate los fantasmas de una presunta, mortal omnipotencia que, en realidad, nadie posee. Con esta condición -derrotar a los fantasmas- no hay nada que pueda mostrarnos mejor que la práctica del conflicto el círculo virtuoso entre el hacer político y la modificación de sí. Este círculo es el secreto de la gran política. Nosotras las mujeres lo sabemos mejor que los hombres, pero los ejemplos que hemos dado aquí son de hombres. Es una contradicción instructiva, para nada nueva, que confirma la asimetría irremontable entre los dos sexos.

“Yo no soy para más de parlar”
“Mucho me atrevo”, escribe Teresa de Jesús en el importantísimo capítulo XXI del Libro de la vida, después de haber dicho que es portadora de una ciencia política que resultaría, como ella dice, sumamente útil “para los reyes”: “¡Cómo les valdría mucho más procurarle, que no gran señorío! ¡Qué retitud habría en el reino! ¡Qué de males se escusarían y habrían escusado!”. Y luego, teniendo en cuenta su sexo y considerando lo que otras, mujeres como ella, supieron hacer de heroico, comenta: hablar es todo lo que yo sé hacer (yo no soy para más de parlar). Igual que nosotras aquí. Igual que otras como nosotras, en tantas situaciones de la vida cotidiana. Hablar y escuchar, como cuenta la concejala de una barrio popular afectado por la inmigración pobre y la prostitución:
“Al principio de mi experiencia como concejala, tenía la impresión de haber subido a un tiovivo que me hacía andar y dar vueltas, impidiéndome actuar a partir de mí y por las vías más directas. Mi gran trabajo ha sido detener el tiovivo, no dejarme intimidar por las emergencias, reales o fingidas, y reforzar la práctica de la relación, particularmente con algunas mujeres. Así he podido mantener la atención necesaria a los problemas y encontrar soluciones refiriéndome a mujeres y hombres de carne y hueso, que con frecuencia tienen más recursos que las llamadas instituciones. El hecho de que tantas personas se dirijan al ayuntamiento para plantear sus problemas, satisfechas con ser al menos escuchadas y con recibir a cambio unas palabras sensatas, pues a menudo no puedo hacer más, me ha mostrado la necesidad que hay de comunicación y de autoridad.”
Vuelve a salir la autoridad, que aquí se asocia con su contexto vital, representado por la confianza y por la palabra. (Hay que decir que Hannah Arendt ya identificó estos vínculos). Confianza es casi sinónimo de autoridad, y es igualmente sensato el acercamiento a la palabra porque, en la lengua que hablamos -la lengua materna- tenemos o hemos tenido, al aprenderla, confianza. La lengua es la autoridad fluyente; no hay autoridad sin palabra.
Pero hoy en día la lengua se niega a la palabra política. La fealdad del lenguaje de los políticos y de los periodistas no es solo espejo, es sustancia martirizada de una pérdida de sentido de la “cosa política”, tan importante que nadie se atreve casi a denunciarla en voz alta por miedo de que se precipite del todo. Impresiona especialmente que los directamente interesados, que no pueden no conocer la ruina que, mejor o peor, tienen que afrontar, al menos los mejores, impresiona que estén siempre buscando algo que falta, y no se paren nunca a preguntarse por la contradicción más evidente, interna a su práctica del poder. Decían que se necesitaba el sistema mayoritario y que luego todo iría bien. ¿Qué es lo que falta ahora? Falta la segunda vuelta. ¿Por qué no lo pensabais antes? De todos modos, para las elecciones municipales hay sistema mayoritario y segunda vuelta: ¿qué es lo que falta ahí? Será que nuestra democracia es “joven”, falta una tradición fuerte de gobierno, no, faltan las primarias, falta el federalismo, falta la autonomía fiscal, falta la elección directa del leader, falta garra… En fin, que falta siempre algo para poder gobernar. Pero a Clinton y a la espléndida Hillary ¿qué les ha faltado? No la madurez de la democracia ni las primarias ni el federalismo ni la elección directa ni la garra y, sin embargo, no han conseguido cambiar el pésimo sistema sanitario USA para acercarlo al de Europa, que es mucho más civil. Y este era (y quizá lo sigue siendo, en el corazón de ella) el principal compromiso con el que se presentaron a la presidencia y con el que triunfaron en la carrera electoral. Hemos leído en un texto editorial que salió en el diario “La Stampa” que “en todo el mundo, la política es lucha legítima para conquistar el poder”. Pobres reyes, andan desnudos y no lo saben. Pero alguno, de algún modo, lo dice, como aquel concejal de política social de una gran ciudad que ha declarado, púdicamente, que “las instituciones, por sí solas, no bastan”, para decir que él, su concejalía, su junta, su mayoría, no conseguían aplicar ni siquiera una honesta pequeña parte de su programa sin la acción de otras fuerzas.
Hay otra manera de decir lo mismo, una manera que aclara el enigma de la impotencia creciente del poder. Es que la política no se puede reducir a la “lucha legítima para conquistar el poder” porque, si no fuera mas que esto, los políticos se limitarían a jugar a indios entre ellos. Es política también el voluntariado, la cooperación, el asociacionismo, la red de solidaridad entre vecinas de casa, las librerías que hacen que personas e ideas se encuentren, la editorial independiente… Hemos nombrado algunas realidades, entre las que tienen nombre, no por hacer listas sino para dar la idea de que la práctica de la relación y de la contratación que subyace a estas realidades, es política. A esta práctica, que desarrollan capilarmente mujeres y hombres, se le debe que no se desintegre el llamado cuerpo social, que la vida asociada siga siendo vida y no una cohabitación rabiosa y desconfiada, que las decisiones de los responsables de la cosa pública encuentren piernas (y cabezas y corazones) para caminar por el lado adecuado, que a las personas se les ponga, singularmente, en condiciones de entender y de extenderse más allá del ámbito de sus existencias individuales.
Un día se presentó en la Librería de mujeres de Milán la presidenta de una gran cooperativa de servicios y nos dijo: “-Se me ha pedido que me presente de candidata al ayuntamiento de mi ciudad. ¿Qué me aconsejáis que responda? Yo me inclinaría por aceptar, aunque el trabajo en cooperación me interesa más. Pero he pensado siempre que hay que comprometerse políticamente.” Le respondimos: “-Lo que haces como presidenta de la cooperativa ya es política, incluso es la política sin la cual la otra ¿cómo funcionaría? Tú y tus colegas combatís el aislamiento y el individualismo, inventáis respuestas a problemas comunes, dais ejemplo de las ventajas de la colaboración, y así hacéis sociedad, hacéis mundo. Como dicen las filósofas de “Diótima”, traéis al mundo el mundo.” Ella escuchó y estuvo de acuerdo, pero tenía una objeción: “-Entrando en el ayuntamiento, podría dar apoyo a las exigencias de la cooperación, que los administradores ignoran o descuidan porque es un mundo que no conocen.” “-Pero ¿por qué tenéis que presentaros vosotras a ellos? Es más justo que sean ellos quienes vengan a vosotras, que hacéis la política primera, mientras que ellos hacen una política subordinada, para ser eficaz, a la vuestra”. El texto que estáis leyendo le debe mucho al episodio que acabamos de contar. A la presidenta de la cooperativa le pareció bien la idea de la política primera y estuvo de acuerdo con que, en el orden justo de las cosas, no era ella quien tenía que hacer pasillo ante el concejal sino, si acaso, era él (o ella) quien tenía que discutir con la cooperativa los problemas de la población necesitada de asistencia. Antes de despedirse, la presidenta comentó: “-Muchas y muchos que hacen política primera, no la consideran tal y por eso se subordinan a los políticos o, al revés, les ignoran por desprecio de la política. Les tendremos que comunicar vuestras reflexiones, que me parecen correctas”. Así tomó fuerza la idea de un Sottosopra en el que daríamos a conocer el nombre de la política primera a quienes la hacen, pero también a los políticos con mayúscula, porque es un descubrimiento que les afecta en primera persona.

Ha ocurrido
Cuando le preguntaron por los motivos de su predilección por las figuras femeninas, la historiadora y escritora Lidia Storoni Mazzolani respondió:
“Debe de haber un porqué si sin saberlo, inintencionadamente, he privilegiado siempre las figuras femeninas. En mis Profili omerici, es Elena la que, sentada en el telar, teje la historia misma de la guerra de Troya; y luego Casandra, condenada a no ser creída, como toda mujer inteligente y sensata; y Euriclea, la nodriza, la primera en reconocer a Ulises. Era mujer Gala Placidia, y era también mujer “una esposa”, la que intenté reanimar combinando noticias de fragmentos dispersos… Son mujeres las protagonistas de las grandes tragedias -Antígona, Electra- y es mujer la figura más patética de la Ilíada, Andrómaca. Mujeres tejedoras de historia y de vida. Ha ocurrido inintencionadamente, aunque no por casualidad” (entrevista a Eugenio Manca de “L’Unità”).
A nuestra respuesta le querríamos dar la entonación precisa y delicada de las últimas palabras pronunciadas por la ilustre estudiosa: ha ocurrido inintencionadamente, no por casualidad.
Queda una pregunta: entonces ¿hay dos políticas? y ¿cuáles deberían ser, en la práctica, las principales consecuencias de la jerarquía entre la primera y la segunda? No, no hay dos políticas porque los sexos son dos pero el mundo es uno, habitado por mujeres y hombres. El nombre “política primera” lo hemos colocado como puente para los (y las) que se llaman políticos, con el fin de que entiendan la razón para no cerrarse en el politicismo y se les ocurra mirar hacia las innumerables mujeres y hombres que, con su compromiso, hacen civil la civilización y humana la humanidad.
La pregunta a hacer es más bien otra: si este obrar puede convertirse en la política y cómo. No será, ciertamente, con una relación de suplencia ni de complementariedad, como tal vez se imagina el concejal de política social, porque ya no es este tiempo de suplencias ni de remiendos. Vivimos en un tiempo de cambios.
Una dificultad de los tiempos de cambio es la mirada. La mirada se queda vieja y, al no encontrar las formas a las que estaba habituada, ve principalmente fragmentación, desorden y desastres. No ve que la realidad está encontrando formas nuevas, que ya están en circulación respuestas válidas. Pensemos en el desarrollo del asociacionismo como respuesta a la crisis de las grandes organizaciones; en el voluntariado, que intenta hacer practicable una respuesta civilizada a las urgencias sociales y planetarias (estas últimas, quizá, sin respuesta); en el incremento del trabajo autoorganizado y autónomo que resuelve no solo la disminución del trabajo dependiente sino también su pérdida de centralidad.
Estas respuestas ya son política. O sea, son mediaciones que ponen en relación deseos y necesidades, por una parte, y cambio histórico en curso, por otra. La mirada vieja no ve que estas respuestas dan vida a mundo y sociedad más allá de las contradicciones y los desgarros del presente. Y procura, por tanto, imaginar síntesis políticas según su visión, subordinando el invento a la repetición, la creación a la conservación. Demasiado a menudo, el voluntariado y el asociacionismo, por ejemplo, se alínean con el poder político casi esperando de él un reconocimiento simbólico. Aquí nosotras hemos resaltado una ceguera específica de la cultura política corriente ante las mediaciones femeninas que acompañan, de manera sustancialmente afortunada, el final del patriarcado. Hay que tener en cuenta, como signo de este señorío femenino, el hecho de que las mujeres no le planteen a la política oficial reivindicaciones relativas a los nudos cruciales del cambio en sus vidas. No es desprecio de la política oficial, porque las mujeres van a votar; parece, más bien, conocimiento de sus límites naturales. Lo que estamos diciendo está ante los ojos de todos. Pero la mirada vieja no lo ve porque tiende siempre a leerlo como: 1) falta de leyes y 2) desequilibrio de la representatividad, quitándoles así a las prácticas femeninas su sustancia política. Aquí nosotras lo que sabemos es hablar y decir que: hay una “ausencia” femenina de ciertos lugares, que no es tal; hay un “silencio” femenino en ciertos debates, que no es tal. El deseo femenino ha salido vivo de una historia más bien terrible de limitaciones y constricciones, y se ha dotado de prácticas y de palabras originales. Esto explica por qué la sociología, la economía política y la política no logran incluir, dentro de sus esquemas de interpretación y de previsión, las opciones femeninas en cuestiones de trabajo y de vida. Ni siquiera lo consigue el feminismo, cuando se mete en esa vía de querer representar a las mujeres. Las mujeres (o: la mujer) ya no están disponibles como objeto de representación ni como sujeto de representatividad.
El que era el “presupuesto secreto” (Robert Kurz) de las sociedades modernas, basadas en el ciclo de producción y consumo de bienes, ha quedado al descubierto: era el silencioso trabajo gratuito de las mujeres. Hoy en día, los papeles tradicionales vinculados con la casa y sus habitantes ya no tienen el antiguo poder constrictivo sobre las vidas de las mujeres y ya no hacen de barreras del trabajo pagado directamente. Pero -y este es el quid de toda la cuestión- las mujeres no se han identificado con el final de este trabajo esencial pero invisible y gratuito. Ellas están, en realidad, poniendo fin al silencioso régimen de explotación de la obra femenina sin poner fin a la obra femenina de la civilización, que ahora sale a la luz con toda su vital importancia, también económica. La política de las mujeres ha producido, pues, algo más que la rotura del “secreto” de la sumisión doméstica femenina. Ha vuelto y está volviendo el ser mujer no representable como valor de cambio entre hombres. Ha vuelto y está volviendo el ser humano irreducible a los dispositivos que producen la reificación de las relaciones humanas. Lo cual quiere decir, en palabras más simples: gracias a la libertad femenina, será cada vez menos fácil hacer de las relaciones humanas un bien que llevar al mercado como una mercancía cualquiera. La diferencia femenina toma así un signo universal de humanidad, capaz de dar el radicalismo necesario a las respuestas que “ya son política” pero no se dan cuenta de serlo. Cualquier empresa humana que, hoy, se proponga cambiar lo que existe, en el trabajo, en la cultura, en la economía, en el gobierno de la cosa pública, tiene la posibilidad de alcanzar fuerza de palabra y ligereza de marcha en el sentido libre de ser mujeres/hombres.
Lo decimos sin triunfalismos. Nos toca medirnos con la desmesura de un saber de la vida demasiado grande, como es el nuestro, con el intercambio demasiado intenso que circula entre mujeres, con la enormidad de un logro histórico -el final del patriarcado- que se traduce, inevitablemente, en la enormidad de la tarea.
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A la preparación de este Sottosopra, que ha durado un año y medio, han contribuido Francesca Graziani, Sandra De Perini, Luana Zanella, Denise Briante, Cristiana Fischer, Anna Di Salvo, Daniela Riboli, Luisa Muraro, Clara Jourdan, Rosetta Stella, Rinalda Carati, Lia Cigarini, Maria Marangelli, Oriella Savoldi, Mari Zanardi, Letizia Bianchi, Lilli Rampello, Traudel Sattler, Annarosa Buttarelli, Marisa Guarneri, Loredana Aldegheri y otras.

(Traducción de María-Milagros Rivera Garretas)

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